Miley

6 de Septiembre del 2013

Esta no es una columna sobre Miley Cirus. Claro que no me faltan ganas de escribir sobre su incapacidad para superar las presiones de la industria, de sus padres, de su grupo cercano. El circo romano que significa la destrucción, video tras video, de su inocencia, es tan nauseabundo como fascinante.

El título de esta columna es simplemente un recurso para engancharlos. Una farsa. Al fin y al cabo, hoy en día, eso no tiene nada de malo. ¿Vieron cómo la presentación de Miley en los premios MTV de hace pocos días terminó en el portal de la generadora de noticias más importante del mundo? CNN.com le dedicó más espacio a una niña de 20 años en ropa interior y sacando la lengua que a la guerra civil de Siria o la lenta destrucción de Egipto. La cultura del clic. Miles de visitas equivalen a miles de dólares.

Y hablando de dólares, Miley genera un montón. Solo unos segundos nada más para ejemplificar: We can’t stop (la canción/caballo de batalla con amplias referencias a sexo, drogas y rock n’ roll) ha sido criticada, tanto por su video como por su letra. Cada segundo aparece un comentario en la web destruyéndola. Resultado: dos millones de copias vendidas en 11 semanas. Y su nuevo disco ni siquiera ha sido editado aún.

Antes de pasar al verdadero tema de esta columna, quiero recordar que aunque a Miley le han dicho de todo –racista por su abuso de la cultura negra de manera superficial y denigrante, vulgar por su selección de ropa sacada de una tienda de osos sadomasoquistas– ella no inventó esto. Antes estuvo Britney. Y antes, Madonna. Seguramente, alguien estuvo antes de Madonna, pero yo no había nacido aún. Y MTV tampoco.

Aquí en Guayaquil, lejos de la alfombra roja, mis hijas siguen acostándose en su alfombra para ver el show de Hanna Montana, o repeticiones de las cursis películas de Miley, donde un besito con el novio de turno era lo máximo que estaba permitido mostrarse. La opinión actual de las niñas sobre su exídolo se remite a una mueca de asco. Eso sí, una vez que encendemos el auto para salir, conectan su iPod y la primera canción que revienta los parlantes es We can’t stop. Antiguamente, hubiera llamado a esto una ironía. Hoy es simplemente nuestra incesante bipolaridad cultural.

Hace un par de años escribí en esta misma sección un texto algo surreal sobre la doble personalidad de Hanna Montana y Miley Cirus. Ese recuerdo me confirma que esta no es una columna acerca de Miley. Es acerca de mi incapacidad para superarla.

Esta no es una columna sobre Miley Cirus. Claro que no me faltan ganas de escribir sobre su incapacidad para superar las presiones de la industria.

notas relacionadas

tipo-texto
tipo-texto
tipo-texto
tipo-texto
tipo-texto