Entre Chardonnay y Sauvignon blanco

5 de Marzo del 2013

Una de las preguntas más frecuentes de mis lectores concierne a los vinos que se pueden servir en un matrimonio, desean saber si se debe proporcionar a los invitados vino tinto y blanco fuera de la copa de champán o espumante con la que se abre la noche. Depende, por cierto, del presupuesto, pero es ideal escoger un sirah, un malbec, un pinot noir o un  carmenere, pero también un chardonnay, un sauvignon blanco, un torrontés o un riesling. Los hay de todo precio y de diversa calidad.
 
Dejo para otra oportunidad el tema de los vinos tintos. En el caso de los blancos  no es tan complicado diferenciarlos con una poca de práctica. El primer contacto es visual, pues el sauvignon blanco suele ser de brillante transparencia llegando incluso a volverse tan incoloro como el agua, pero otras veces adquiere un tono amarillo muy claro con destellos verdes.  

El chardonnay presenta una gama de color amarillo variable según el tiempo que estuvo en la barrica. Es importantísimo el color porque influye en las impresiones olfativas y gustativas que experimentará el catador; un copa hermosa con la condensación del vapor promete una sensación de frescura; recuerdo haber bebido durante mi último viaje a Argentina un blanco muy pálido, extremadamente aromático que resultó ser una mezcla de torrontés con pinot grigio. Tan solo con ver la botella con su  vapor condensado mis cinco sentidos entraron en acción. Las sensaciones olfativas y gustativas corroboraron plenamente lo que mis ojos habían esperado.

Insisto en que beber un gran vino es algo serio, pero que no se debe tomar demasiado en serio. Lo importante no es utilizar palabras rebuscadas o  esforzarnos de encontrar rimas para los sabores. El blanco del que estuve hablando tenía por cierto el toque de toronja que otorga el torrontés y la almendra que caracteriza al pinot grigio, pero todo  perfectamente integrado, siendo allí mucho más importante el equilibrio entre la acidez y el eventual dulzor.

Nos equivocamos muchas veces al hablar de blancos dulces (en oposición a secos); en realidad no se trata de un residuo de azúcar, sino de la madurez de las uvas en la barrica de roble más, claro está, las sensaciones provocadas por la vainillina del barril  o la glicerina. El milagro gustativo, para mí, es aquella complejidad. Más formo parte de jurados, más participo en catas o en eventos internacionales más me doy cuenta de todo lo que me queda por aprender.

El mundo del vino siendo apasionante por  ser ilimitado su reconocimiento, debemos siempre ser muy  humildes frente a la copa y sus misterios. A  veces me preguntan cuál es mi vino preferido. Es como tratar de saber si prefiero una rubia luminosa a una morena deslumbrante, un Clos Apalta de 1999 a un Gran Terraza del mismo año, un Opus One 2005 a un Phelps Insignia del 2007, pues hay botellas que me deslumbran.

Cuando el vino llega a la copa, se establece un suspenso sensual fuera de serie. El primer aroma que capta la nariz es algo muy especial. El sorbo  inicial al que llamamos ataque coincide con el despertar de las papilas gustativas. La sensación primera suele corresponder a lo dulce luego llegarán según el caso  lo ácido, lo salado, lo amargo. Aquellos estímulos no encontrarían eco si no fuera por nuestra saliva rica en proteínas; sin ella no captaríamos nada, pues la saliva dispara los estímulos gustativos. Es más difícil aislar el quinto sabor,(umami) pero sería el que permite redondear, completar, aumentar la intensidad de los demás sabores, más aún en el caso de un chardonnay cremoso con  toques de mantequilla  o un sauvignon blanco  con sus evocaciones de hierbas frescas  y de grosella. Más allá de todo análisis queda el placer inmediato.
 

Una de las preguntas más frecuentes de mis lectores concierne a los vinos que se pueden servir en un matrimonio.